Pequeña niña elfo
- La Idea de Silencio

- 25 jun 2020
- 4 Min. de lectura
Esa aburrida tarde estaba sentada a la cabecera de la larga mesa de roble que predominaba el espacio de la cocina, de frente al televisor. Eran las 18:00 h de la tarde y en mi casa estaban todos durmiendo. El control del televisor en mi mano zurda (la más ágil para mi) haciendo zapping, pero mis ojos estaban dispersos por toda la cocina. Ciertamente ese estado tenía un motivo y era que hacia un rato había pasado por ahí uno de los chicos.
Miraba por la ventana y los rayos del sol me hacían sentir mal. No podía ser que con el precioso día que estaba por terminar no haya sido aprovechada aunque sea un ratito. La pensé y la pensé así que después de habérseme metió a la cabeza la estúpida idea de que una vez que haya salido me entrarían las ganas de caminar y disfrutar, ahí estaba yo caminando y esperando a que las ganas aparecieran.
Así llegue al parque. Caminando, pensando, riendo, cantando. A veces hablando, quizás con el sol, quizás con la luna o simplemente con la más bella que, en estos últimos 5 años, se había convertido en la mejor parte de mi rutina.
Sentada sobre el pasto, con las uñas de la mano derecha negras de escarbar en la tierra, la zurda sostenía una mini lapicera de trazo ultra hiper mega fino sobre un cuaderno cuadriculado. La inspiración florecía, pero la distracción era aún mayor con su tijera de podar. Así que decidí guardar el cuaderno. Supuse que si hoy era el día de empezar a escribir el best seller no habría tantas distracciones. O aunque sea mi cabeza no de distraería tan fácilmente. Empecé a caminar lejos de donde transita el mayor flujo de personas. Dicho de otra manera, me metí al bosque.
Al principio del camino me cruzaba niños corriendo, jugando a la mancha o a las escondidas con los padres, pero cada vez que me alejaba, más disminuía el murmullo del gentío.
Unos minutos y más de mil pasos después ya ni siquiera se distinguía camino. El pasto me llegaba casi a las rodillas. No tenía miedo de perderme porque es un parque cerrado, así que caminando en línea recta, en algún momento me chocaría el alambrado. Ya de chica estaba acostumbrada a hacerlo.
Caminando seguía, contemplando a la pasada la vegetación cuando me encontré de repente debajo de un árbol de algodón. Siempre supe que el algodón salía de una planta pero creía que era más bien de un arbusto. Fascinación es la palabra correcta para describir la expresión de mi cara. La cálida brisa que corría, apena con fuerza como para hacer bailar clásico a las hojas, producía también una acolchonada lluvia de muchas pelusas de algodón. Me fui acercando al árbol, al ritmo que daba un paso, me agachaba, tomaba un puñado de algodón y me adelantaba otro paso, donde repetía casi sistemáticamente lo demás.
El algodón recolectado lo iba dejando en la cartera, al mismo tiempo que miraba como se iba mezclando con mis cosas personales. Mas tarde, cuando quisiera buscar algo seguro lo lamentaría.
Una vez que llegue a tocar el tronco del árbol me di cuenta que del lado opuesto había una niña durmiendo. Estaba acostada sobre el suave e intenso verde pasto. Sus pies estaban juntos, sus brazos totalmente abiertos y una sonrisa en su labios, pero sin mostrar sus dientes. Supe que estaba dormida y no muerta por dos cosas. La primera fue que su pecho subía y bajaba, al son del baile de las hojas; y segundo porque tenía la cabeza suspendida en el aire como si hubiera abajo de ella una almohada invisible. Todo su cuerpo estaba cubierto por la sombra que el algodonero le brindaba, excepto su cara, que brillaba con uno de los últimos rayos del sol de ese día. Me pareció una imagen muy bella así que decidí sacarle una foto.
Me quedé contemplándola asombrada por un buen rato. En mis auriculares sonaba Elvis cuando pasó lo que no esperaba. Al mismo momento que se apagó el último rayito de sol que disparaba contra su cara, automáticamente abrió los ojos. Yo esperaba que se empezará a mover, despertándose de a poco. Así que grandísima fue mi incomodidad cuando abrió los ojos y me clavó la vista. Lo primero que se me ocurrió fue disculparme y pedirle que no me tuviera miedo, que me iba en ese instante. Me paré decidida pero no muy fuerte, porque tampoco quería asustarla con algún movimiento brusco. Me disponía a emprender el camino sin camino, cuando la pequeña incorporándose me hizo una pregunta que no supe contestar. Me pregunto si la imaginación era real. Le respondí que si, pero no estaba segura. Le dije que tal vez una persona más cuerda le daría la respuesta acertada. Ella me pidió que me sentara al lado de ella, porque quería compartir la respuesta que ella creía correcta. Amablemente me senté a su lado izquierdo y la escuche con atención. O yo me había equivocado o esa niña era la persona más cuerda que había conocido, porque me dio la mejor respuesta que pudieran darme. Ella me dijo que cada uno tiene una imaginación dependiendo de su realidad. No todos tienen la misma imaginación, no todos la usan de la misma manera. Hay quienes la disfrutan ya que pueden entrar y salir de ella como y cuando les plazca y hay quienes la padecen sea porque no pueden entrar o no pueden salir de ella. Así que si, para ella la imaginación era una parte importante de la realidad. Seguido de eso me contó algo que no me quedo claro si era parte de su realidad o de su imaginación. Me dijo que ella es una ninfa que vive en el bosque. Tiene una conexión especial con la naturaleza, que cada vez que se acuesta sobre el paso, una vez que el viento y su respiración silban al unísono, siente los latidos de la tierra.
Después de haber terminado con la interesante y tendida charla le dije que sería mejor que siguiera el camino sin camino antes de que la luna estuviera arriba de todo. Así que agarradas de la mano emprendimos la partida del mundo silvestre.
















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