La suspicacia del ingenuo
- La Idea de Silencio

- 7 jun 2020
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 8 jun 2020
Unos (no muchos) minutos después de recibir la propuesta, montó en cólera. Un invasivo y negro pensamiento contaminó su cabeza.
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Sufriendo un lapsus agónico se dejó caer con todo el peso de los 78 años en la poltrona de dos cuerpos que, por suerte, estaba ahí para atraparlo.
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Su cerebro se había tomado el atrevimiento de formular una hipótesis sin su consentimiento y se la estaba recitando muy despacio a los gritos. Como una aguja muy fina y larga que atravesaba los oídos por sorpresa y con silenciosa desesperación.
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¿Acaso le estaban ofreciendo un pasaje en primera clase, solo de ida, con destino a la isla de la jubilación? Que desastre.
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Nunca se había detenido a pensar en esa ridícula posibilidad de jubilarse. Siempre creyó que sería su elección y estaba seguro de que jamás elegiría esa opción.
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Por un momento, esa sospecha tuvo su sabor dulce, como dicen que pasa con el veneno, pero estaba seguro de que no estaba tan mal como para dejar de ser escritor. No lo aceptaría. De ser necesario, se encerraría y no atendería más el teléfono. Por lo menos hasta encontrar una solución menos infantil.
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Recostado en su pequeño sillón meditó durante un largo momento, con las manos entrelazadas sobre la barriga y la mirada perdida por el techo. Cuando al fin se cansó de darle vueltas al asunto, se sentó y suspirando se levantó. De modo que la sequía de ideas decantaba inevitablemente en una miserable e insatisfactoria jubilación que él ni siquiera quería.
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De tanto pensar en eso, que aún no era más que una especulación, entendió que la decisión era solo suya. Sería imposible que lo obligaran a dejar de escribir (en caso de que la inspiración regresara), así que resolvió burlarse de la editorial aceptando la oferta; y se propuso, además, gastar todo el dinero posible.
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Al final del día interpretó todo lo ocurrido como: la oportunidad para rastrear a su musa; esa que durante mucho tiempo consideró accesoria.
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Ya no quería encontrarla de pronto en los libros que leía o en los aromas cotidianos; tampoco en la música de la naturaleza. Había llegado el momento de verla con sus propios ojos; con lo poco que quedaba de ellos.


















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