La sucursal del olvido
- La Idea de Silencio

- 7 jun 2020
- 1 Min. de lectura
Él sabia que la editorial no lo echaría y eso le generaba una gran carga emocional. Ser un gran escritor se tornaba abrumador. Todos los días a la misma hora sonaba la melodía personalizada que le había asignado a su representante. Hace días que no lo atendía porque hacía ya tres meses que lo llamaba para lo mismo. Las conversaciones entre ellos se reducían a la misma pregunta:
– Hola amigo. Tienes algo de oro para mi hoy?
Y ante la negativa ya cotidiana del escritor, ofrecía necesidades dignas de un emperador. Siempre tenía mujeres disponibles y dispuestas a enamorarse perdidamente de él por una noche. O anécdotas extraordinarias (y muy poco creíbles) que le habían ocurrido a algún cercano suyo. Para su representante cualquier petición era valida con tal de alimentar la imaginación de Abel. En definitiva eso era lo que le daba de comer a su familia.
La casilla de mensajes ya estaba repleta. Había caducado el tiempo límite que la editorial permitía y, según contrato, también había expirado el tiempo de prórroga que ofrecen, en caso de que el escritor lo pida con un mínimo de dos meses de anticipación y con un motivo sumamente razonable; que igual no la habían solicitado. El representante no podía hacerlo sin el consentimiento del escritor; y el representado confió en que algo saldría de su brillante cabeza al momento de “correr el tren”. Como el famoso cataclismo que generó semejante historia.
Sería sumamente desconsiderado de la editorial echar al escritor que los había ayudado a llegar hasta donde estaban.


















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